¿Tiende sentido asociar el concepto de "verdad" a una fotografía? ·
Vivimos en una cultura icónica. El lenguaje dominante es, mal que a algunos nos pese, el de la imagen. La fotografía y el video son las tecnologías subyacentes a esta tendencia: el video nos enseña una realidad de un modo más cómodo que el texto, mientras que la fotografía nos ofrece capturas del mundo en que vivimos. No hemos tardado mucho en incorporar esto a la vida cotidiana: no hay acontecimiento que se precie que no se vea acompañado de su correspondiente álbum de fotos o película para el recuerdo. Las consecuencias de la “imaginación” de la vida (si se acepta el palabro, sería la conversión de la vida en las imágenes) afectan tanto a la cultura como a nuestro día a día, y también, cómo no a nuestro pensamiento, que tiende ya a aceptar como indudable esa sentencia que proclama la dominación de la imagen: no es sólo que esta sea verdadera, sino que “vale más que mil palabras”. Pero alejémonos de los tópicos y abordemos el asunto con palabras: ¿dónde reside la verdad de la fotografía? ¿Puede identificarse fotografía y verdad? ¿Existen fotografías que puedan calificarse de “mentira”?
La fotografía consiste, esencialmente, en la paralización del momento. Sin ser un puro reflejo de la realidad (no se puede olvidar que una fotografía es una reacción química sobre un papel, o una representación “pixelizada” de la realidad), recoge los detalles sensibles de la misma. Los visuales claro. El momento de verdad de la foto reside en la “congelación” del momento. Aunque la realidad siga fluyendo, cambiando, una imagen es capaz de detenerla y de hacerlo para siempre. Desde el momento en que se aprieta el botón de la cámara, obtenemos la imagen de una porción del mundo, tal y como fue en un momento del pasado. La fotografía refleja, entonces, una especie de “ansia de mortalidad” (vital, estético, personal…): no pocas veces hemos podido escuchar que la fotografía “inmortaliza el momento”. Curioso, por cierto, que sea el tiempo (”el momento”) lo que se inmortaliza, lo que se detiene en la retina mecánica del aparato. Es como si no captáramos el espacio, lo fotografiado, sino el tiempo, un momento particular de lo fotografiado que, por definición, puede ser un cambio permanente (y quizás imperceptible para la cámara).
Junto al momento de verdad de cualquier foto, inseparable del mismo, vive su mentira, su engaño al que ya se ha hecho alusión un poco antes. Paralizar lo imparalizable, detener lo que necesariamente desborda cualquier intento de detención: este es uno de los objetivos de la fotografía. Mentira que es descubierta cuando con nostalgia se miran los familiares en esas imágenes del pasado, cuando les viene a la memoria aquello que vivieron (o que no vivieron, pero cuya imaginación o fantasía puede venir motivada por la fotografía), cuando ven lo que fueron y ya han dejado de ser. Seres que han dejado de ser o que ya no son lo que fueron. Eso es siempre la fotografía. Un vano intento de detener el tiempo. Pero, a veces, nace una chispa en la imagen, se desata la magia de lo icónico, y ciertos momentos particulares, pasados, enterrados de tiempo, vuelven a la vida, recobran significados, adquieren nuevos matices, adornados por nuevas circunstancias que los iluminan. Es entonces cuando la foto se trasciende a sí misma, cuando ese momento o situación pasa a convertirse en universal, a formar parte de un código icónico que se va formando en nuestra retina. A retratar no sólo una vida, sino todas las vidas, igual que Cervantes describió a todos los quijotes. En ese momento, la fotografía se convierte en verdad universal, algo reservado sólo a los que saben mirar (y disparar) de otra manera. A los genios de la fotografía. Capaces de fotografiar en un niño a todos los niños del mundo, en una mujer a todas las mujeres del mundo. Capaces de hacer que las imágenes nos hablen
Texto tomado de Bouleis.com